No quería creer en nada. Estaba tan cansado que todo parecía vano. Y lo era, finalmente. Cuando descubrió que las cosas siempre tendrían un fin, dejó de esperar. Dejó de caminar, dejó de cantar, dejó de ver. Se guardó como un chaleco viejo, en el fondo del armario de madera. Dobló sus aspiraciones del tamaño más pequeño posible, para no ocupar mucho espacio.Sabía que al final de sus días, otros se habrían guardado como él.
Aun así, su conciencia del resto iba fundiéndose junto a sus antiguos deseos.
El cuerpo empezó a dejarlo perecer, sus nudillos parecían llorarle la partida. Sentía como se desgarraba su piel por su ser inmóvil. Se le acababa el aire como se le acababa el tiempo. Todos están jugando en aquel juego sin sentido, se decía, para qué seguir si puedo estar donde estoy. Estar a salvo.
-Pero. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué sentido tiene quedarme aquí, doblado? Mutilado por el paso del tiempo, hiriendo mi propia piel con esta quietud. Si todo se acaba tendré que acabar con ese todo. Acabarme la vida. Llenarme el día de fines, en un sinfín de colores y gentes. Para pasear por este sendero que se acaba, porque los días se hacen largos en este armario y no viene nadie y nadie lo quema y nadie lo recuerda y nadie siquiera salva.
Si nadie me salva, tengo que hacerlo solo. No hay entes de tal grandeza como para vencer esto que me vence con el día que paso, el día que me pasa. Nada arriba, nada abajo, nadie fuera; yo solo en este armario. Doblado, deshecho, doliente.
Desde hoy, me dejo acabar, junto a la terrible vida.